martes, 9 de octubre de 2007

El Tiempo



El tiempo escolar se está convirtiendo en una de las principales fuentes de problemas y de conflictos en la escuela. Por un lado, está en el centro de las reivindicaciones abiertas y encubiertas más corporativas del profesorado; por otro, su organización presente y sus tendencias de cambio se manifiestan cada vez más como un obstáculo para cualquier práctica profesional innovadora. Todo el mundo habla del tiempo escolar con todo género de argumentos, aunque casi nadie se molesta en buscar los fundamentos de lo que dice más allá de la propia, limitada e interesada “experiencia”. Lamentablemente, los que menos pintan en esto son los alumnos, los principales afectados, y menos aún sus intereses. A lo largo de este artículo argumentaré que las lógicas temporales de la sociedad, de las organizaciones, de los profesores y, en parte, hasta las de las familias y los alumnos, operan en contra de lo que sería una organización razonable del tiempo de aprendizaje.

El tiempo del profesorado

Todo colectivo profesional aspira a una mejora de sus condiciones laborales, como no podía ser menos, y parte de esta aspiración es siempre la reducción del tiempo de trabajo. Hay que añadir, sin embargo, que mejora no significa inevitablemente un paso de lo injusto hacia lo justo, sino simplemente que las condiciones son más favorables para alguien, lo que normalmente se entiende en el sentido de obtener un mayor provecho con un menor esfuerzo, o al menos una de las dos cosas (una mejora podría consistir también en un contenido más atractivo del trabajo, pero lo cierto es que casi siempre se refiere a los términos del intercambio con el empleador, o sea, al precio del trabajo —el salario— o al precio del salario —la jornada—).
No todo colectivo laboral, sin embargo, cuenta con un público cautivo e infantil. Cautivo significa que no puede dejar de demandar lo que el sector ofrece: que no puede, por ejemplo, decidir abandonar las aulas en la edad de escolarización obligatoria y que tiene harto difícil elegir o cambiar de escuela (no necesariamente porque sea imposible, que a menudo lo es, sino porque puede entrañar elevados costes económicos, sociales y personales). Infantil supone que hay una asimetría fundamental entre el trabajador que realiza el servicio (el profesor) y su presunto beneficiario (el alumno), asimetría que no puede reequilibrar la participación fantasmal de los padres en el control de los centros. Un colectivo que se mueve dentro de estas coordenadas es por esencia un colectivo poderoso, no importa lo mucho que pueda quejarse de debilidad ante la opinión pública. Si a esto se une la posibilidad casi ilimitada de autoorganización, ya tenemos servido el resultado.
Desde la transición política, las reivindicaciones laborales del profesorado (no así las relacionadas con la innovación, minoritarias) han marcado la pauta en la organización del tiempo escolar. Aunque mucha gente (interesada) considere de mal gusto recordarlo, hay que hacerlo: reducción sistemática del calendario escolar (más de mes y medio en los últimos treinta años), implantación generalizada de la jornada matinal en la mayor parte de la secundaria y buena parte de la primaria, concentraciones escolares de dudoso valor educativo pero que ahorran tiempo de transporte al profesor... Lo que llama la atención es el éxito en la construcción de un discurso legitimador, sostenido en exclusiva por el profesorado, pero en el que todo se hace para que los alumnos disfruten más tiempo con sus familias, enriquezcan su formación con múltiples actividades extraescolares, concentren su esfuerzo en las mejores horas matinales y otras bobadas del mismo estilo.

El tiempo de los alumnos

Queda, en fin, el tiempo de los alumnos. Sabemos, desde luego, lo que quieren: jornadas y calendarios más cortos, pero, por definición, lo que quieren no coincide necesariamente con lo que les conviene, y por eso es que tienen que aprender y están escolarizados. Disipemos, pues, cualquier demagogia democrática del tipo de que deberían poder decidir por si mismos, intervenir en la decisión, etc.
Lo que también sabemos es que son distintos: tienen diferentes capacidades e inclinaciones, proceden de medios y familias dispares, han pasado y están pasando por experiencias diversas... Sin embargo, la escuela se empeña en que todos aprendan unas mismas cosas, o por lo menos un mismo mínimo de cosas, en un mismo tiempo. Esto es una imposibilidad lógica: si yo quiero obtener unos mismos resultados con distintos recursos, tendré inevitablemente que poner en marcha distintos procesos; y si, con distintos lotes de recursos, pongo en marcha los mismos procesos, no debería dudar que obtendré distintos resultados. El principal condicionante de los procesos escolares es el tiempo, y su principal recurso las capacidades y motivaciones de los alumnos, lo que significa que en un mismo tiempo distintos alumnos obtendrán distintos resultados, así como que un mismo resultado sólo podrá obtenerse en con distintos tiempos. Intervienen, por supuesto, otras variables (por ejemplo, la profesionalidad del docente, que hace que una hora de clase no sea igual a otra), pero no necesitamos ocuparnos aquí de ellas: simplemente, permaneciendo constantes las demás variables, el tiempo cuenta.
Ahora bien, hay otro matiz más importante. El tiempo escolar no es continuo y monotónico, como el del reloj. El tiempo que interesa es el tiempo en que sucede algo, aquel en que el alumno aprende y/o el profesor enseña. Este tiempo no sólo tiene una duración, sino también una intensidad y una homogeneidad. Una hora de trabajo es una hora de trabajo, pero puede requerir un esfuerzo más o menos intensivo y puede ser continuada o estar repartida en bloques más pequeños con descansos intermedios. Cuanto más largos sean el calendario y la jornada escolares, más distendido será el trabajo escolar, y viceversa Es por esto que su compresión, aunque no cambie la carga total de trabajo para el alumno ni la duración estandarizada del mismo (la cantidad de horas lectivas, por ejemplo), y precisamente para no hacerlo (aunque, en última instancia, normalmente lo hace, y a la baja) tiene que forzar su intensidad y su continuidad, con el efecto de poner una dificultad adicional a los que ya acumulan otras. Lo que interesa, en definitiva, es la actividad, de la que el tiempo es tan solo un condicionante.

Tiempo y tiempos

La discusión sobre cualquiera de los aspectos del tiempo escolar desemboca casi invariablemente en la afirmación de que no se trata de uno sino de varios y diversos tiempos relacionados con la educación: de clase, de interacción con el profesor, de permanencia en la escuela (con o sin el profesor), de trabajo escolar (dentro o fuera de la escuela), en torno a la escuela (incluidos el desplazamiento, las tareas para casa...), de aprendizaje (incluido el no reglado), etc. Ésta es una distinción esencial, o más bien un conjunto de ellas, que deben ser tenidas en cuenta al considerar cualquier aspecto relacionado con el tiempo. Así, por ejemplo, la necesidad de un mayor tiempo de custodia no debería traducirse en la demanda de una prolongación del tiempo de interacción profesor-alumno ni del tiempo curricular, o la limitación de estos últimos no debería impedir que cada institución escolar se hiciese cargo de la dirección y coordinación generales de todo el tiempo relacionado con ella (incluidas las actividades extraescolares, los servicios complementarios o el simple disfrute adicional de las instalaciones).
Pero lo más importante es que el tiempo de unos colectivos no debe confundirse con el de otros, ni el tiempo de unos individuos con el de otros, ni el tiempo medio o modal de un colectivo con el de los individuos agregados en él. Es un lugar común, pongamos por caso, afirmar que la jornada del profesor no debe confundirse con la jornada del alumno, pero rara vez se extraen de ello las consecuencias pertinentes. Se utiliza esta afirmación para argumentar, por ejemplo, que si se desea que los alumnos puedan estar en los centros por las tardes se deberá contratar a otros profesores, o a monitores de esto o aquello, pero no se extrae la conclusión más sencilla: que el profesorado debería dejar de proponer modificaciones en la jornada de los alumnos para limitarse a reivindicar lo que le parezca en torno a la suya (lo cual conduciría a reclamaciones bizarras, como la de modificar la jornada del profesor sin modificar la del alumno, y por tanto contratar nuevos profesores para dar satisfacción a los viejos, algo que resultaría menos presentable que el paraíso pedagógico para todos pretendidamente asociado a la jornada matinal, pero cada palo debe aguantar su vela).
Por otra parte. Los mismos calendarios u horarios pueden ser buenos para unos y malos para otros. Para un alumno que viva en un medio social y familiar estimulante, unas largas vacaciones representan la posibilidad de viajar, leer, hacer cursos de esto y aquello o, simplemente holgazanear sin consecuencias; pero para el que vive en un medio social y familiar desaventajado, para el que tienen en la escuela su principal o único asidero, numerosos estudios muestran que produce un deterioro de las mejoras acumuladas. Para un alumno que se desenvuelva con holgura en la jornada escolar de mañana y tarde y al que su familia pueda proporcionar acceso a otros recursos, su condensación en la mañana puede suponer una mejor organización del tiempo que le permitirá realizar más tranquila y libremente otras actividades por la tarde; en cambio, para el que ya se encuentre bajo presión con el horario tradicional o no viva en el medio adecuado, su concentración matinal significará un aumento de la tensión sin compensación alguna, y su tarde libre lo convertirá simplemente en pasto de la televisión y de la calle, o de unas mediocres actividades carentes de interés. La jornada partida que, combinada con el comedor de pago, permite a una madre desempeñar un trabajo a tiempo completo puede que también impida a otra, a la que le resulta más económico dar de comer a sus hijos en casa, desempeñar un trabajo a tiempo parcial, y la jornada continua que permite a un alumno a comer a la misma hora que sus hermanos convierte a otro en un niño con llave que ha de esperar las horas muertas hasta el regreso de sus padres. Mientras que un profesor anhela la concentración matinal de su trabajo real para poder atender otras actividades domésticas o extradomésticas por la tarde, otro puede preferir una actuación más pausada y repartida a lo largo del día para evitar el estrés o para descansar de una actividad con otra. Un buen centro, con un profesorado comprometido, puede servirse de la jornada continua para lanzar un ambicioso programa de actividades complementarias para los alumnos y actividades cooperativas para los profesores; en un mal centro, por el contrario, sólo servirá para despachar antes a casa a los alumnos y que puedan hacer lo propio los profesores.
¿Por qué, entonces, modificar el tiempo del profesorado a través de engañosas reformas del tiempo del alumnado, o por qué dictar la congelación o la transformación del tiempo de todos en lugar de permitir fórmulas más ajustadas a las características, necesidades y oportunidades de cada uno? ¿Acaso no estamos en la fase del reconocimiento de la diversidad? ¿O es que sólo se trata de una inagotable retórica tras la cual no hay otra cosa que intereses corporativos?

Mariano Fernández Enguita

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